Llevo unos días en casa con la pata en alto vendada e inmovilizado por
un golpe salvaje que me di en la rodilla sacando cajas de libros de un
trastero que tenía alquilado para poder recortar gastos “superfluos”.
La versión vasca y en dimensiones anchas de Jimmy Stewart en "La ventana
indiscreta". Tampoco tengo patio, aunque frente a la casa hay un
geriátrico en el que un hombre mayor con Alzeihmer grita continuamente
"socorro". Cuando digo que estoy en casa, me refiero a la CASA, la de
las mayúsculas, la de mis padres en Bilbao, no el cuarto que alquilo en
Barcelona ni la casa en Madrid que poseo (bueno, posee un banco, como es
de rigor en esta distopía que nos ha tocado vivir: los bancos ahora son
dueños de hasta los salarios que no hemos percibido todavía, dueños de
TODO). Cuando no puedes moverte y estás rodeado de tu familia, la propia
inmovilidad invita a la reflexión conjunta y a eso tan temido en las
familias de medio mundo como es la comunicación. Sin escapatoria. Cuando
estás con la pierna vendada no puedes levantarte de la mesa e irte a
ver una serie en tu ordenador.
Hace escasos dos días mi padre me formuló una pregunta muy simple
mientras comíamos: ¿qué vas a hacer dentro de 5 años, cuando tengas 40?
¿Qué va a ser de ti? Después dijo las palabras tan temidas por mi
generación: te veo y veo que no tienes nada. No tienes ahorros ni planes
ni nada.
Una preocupación hacia la que siento toda la empatía del mundo sin necesidad de haber sido padre.
Es cierto que soy conocido por mis decisiones suicidas, las que siempre
me han llevado a dejar de lado la seguridad (económica, emocional,
laboral y de todo tipo) en pos de la aventura y la incertidumbre.
Disfruto viviendo así. Pero eso no me hace un anarco ni un cabezaloca.
Como todo el mundo supongo que busco la estabilidad (no supongo, lo sé)
pero la intento encontrar dentro de la novedad y la curiosidad del
movimiento. No aspiro a ser Indiana Jones ni Cocodrilo Dundee, pero,
como todos los que se dedican al cine o a algún aspecto creativo,
disfruto y me nutro de calendarios sin días ni horarios, de asociaciones
libres y de novedad. Vivo de emociones y escalofríos y de una
concepción de la realidad algo marciana. Del impulso de algo que no es
ni el corazón ni los sentimientos, pero que vive alejado de la lógica
productiva del entramado empresarial y capitalista. Y de la seguridad.
Así que, bajando la mirada, o mirándole a los ojos, retándole en
nuestra diferencia generacional, contesté: no tengo ni la menor idea. No
sé qué va a ser de mí.
Me hubiese encantado haber respondido con una batería de argumentos,
sueño haber podido decirle que estaría rodando mi segundo largometraje y
que les habría comprado una casa de verano en la montaña, a él y a mi
madre. Que les habría devuelto ya parte del mucho dinero que me han
tenido que prestar a lo largo de mi vida para sacar adelante cosas como
la constitución de nuestra productora Actus Producciones S.L o para
poder comprarme una casa hace años. Le habría dicho orgulloso que no
tiene de qué preocuparse porque ahora estoy a punto de rodar mi tercer
cortometraje y que eso nos traerá alegrías a la familia en su conjunto.
Que hacer cine es una posibilidad real. Le habría explicado sonriente la
cantidad de proyectos e ingresos que tengo mensualmente y lo protegido
que me sentía por el Estado después de estar construyéndolo yo también
con mis impuestos y mis esfuerzos mensuales.
Sin embargo, no pude ni puedo a día de hoy decirle nada de eso. Puedo
explicarle, eso sí, que hay gente de mi generación que está
sobreviviendo con la pensión de sus padres, que tengo miles de amigos
que han vuelto al cuarto en el que crecieron, que todas las puertas a
las que llamo se encuentran cerradas o no tienen llave para abrirlas,
que mi generación está destrozada (ni me pongo a hablar de las que
vienen por detrás), que ese gran precipicio entre su generación y la mía
es la crisis. El no saber. El no encontrar maneras. El intentarlo y no
saber hacia dónde ir. Contarle (no hace falta, porque ya lee los
periódicos) que en el mundo del cine llevamos tiempo a la intemperie, en
pelota picada, y que parece que ahora han decidido meternos en el agua,
para asegurarse de que si no morimos de frío, lo hagamos ahogados. Que
la subida del IVA al 21% no es un tema meramente económico sino de
supervivencia, de ilusiones, sueños, POSIBILIDADES. Estos, como los
otros, como cualquiera que invade ese lugar DEL PUEBLO que es el
Congreso de los Diputados, no hacen otra cosa más que imposibilitar que
muchos hagamos lo que hemos nacido para hacer.
Nunca me han importado los números. Siempre he atendido más a las
personas. Los tantos por ciento que llevo leyendo en la prensa en las
últimas semanas, todos ellos, tienen nombres y apellidos y caras e
historias, anhelos y aspiraciones. Todos ellos. Y nos están pisoteando
la vida. Eso es lo que están haciendo.
Así que le contesté de manera honesta: no sé qué va a ser de mi en 5
años. Quizás esté, como muchas de las personas que nos rodean, buscando
comida en los contenedores de basura de los supermercados cuando éstos
cierran sus puertas. O trabajando en una bar 14 horas sirviendo a
turistas alemanes para cobrar 800€ al mes, de vuelta en Bilbao. Lo único
que sé es que en otoño ruedo un corto y que no tengo nada más después
de eso, que la crisis me obliga a mirar a tres semanas vista. Que quizás
no pueda hacer cine, que quizás, gracias a los esfuerzos de
especuladores, financieros y estados (que ni me conocen ni tienen ningún
interés en hacerlo) yo no llegaré a realizar los sueños de toda una
vida.
A eso me obliga la crisis papá: a que tú te preocupes por mi futuro y
yo no tenga la posibilidad de pensar en él. Me obliga a decirte que no
sé qué será de mí en 5 años, papá, pero tengo la seguridad de que lo
habré intentado. Con eso, por ahora, con no dejar de caminar, me basta.
Tengo una pechuga de pollo para todos
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